miércoles, febrero 24, 2010

César Hildebrandt: Domingo de teta y sustos

Domingo de teta y sustos Lima, 24 de Febrero del 2010

Hace unos días hice lo que había aplazado durante largos meses: ver “La teta asustada”, la película peruana más exitosa y reconocida de todos los tiempos, una obra que, sin ninguna duda, debe tener méritos y excelencias que este columnista, por alguna razón entre las que no se encuentra la cicatería, no pudo (o no supo) encontrar.

Como alguna vez he confesado, soy un viejo cinéfilo que ha pasado grandes momentos de su vida viendo películas de todos los estilos, todos los géneros, todos los directores y todas las calañas.

Me había resistido a ver “La teta asustada” porque temía que no me gustara (“Madeinusa” me había parecido un buen intento fallido) y porque, si así sucedía, tendría que escribirlo y no callarme como hacen tantos a la hora de mirar la dirección de los vientos.

Y al no callarme –pensé- tendría que enfrentar el callejón oscuro de los adocenados y los nacionalistas del culo que están viendo “antipatriotas” hasta en la sopa (en la sopa de Acurio por ejemplo, que es, como se sabe, sagrada).

De modo, que compré “La teta asustada” en una versión formal –soy de los que jamás compra piratería: no soy un “peruano cabal”- y la vi. Quiero decir, la vimos.

Cuando aparecieron los créditos finales no sabía a qué espectáculo había asistido: ¿era sólo una mala película o era el resumen más brioso de la huachafería vagamente progre y de exportación, esa que PromPerú podría auspiciar junto a algunas ruinas sobreestimadas?

Vamos a ver. Los actores de “La teta asustada” no son buenos y al no ser buenos no sostienen una historia hiperbólica que hubiera requerido un registro realista que compensara tanto exceso. ¡Y es que el realismo incluye también lo actoral y eso es algo que el cine sudamericano, con algunas excepciones, no logra entender!

La fotografía de “La teta asustada” combina las postales distantes, los planos abiertos de un observador frío, con algunos primeros planos voluntaristamente dramáticos y sin sentido y con encuadres gaudianos, retorcidos y amputadores. ¿Fue un aporte al cubismo que hubiese brazos cortados, contraplanos a media caña, manitas sin antebrazos, codos sueltos?

La película es un tour para catalanes y berlineses perversones en torno a un país trágico que Claudia Llosa se ha empeñado en hacer cómico (y, claro, así, en clave de humor negro y de sal gruesa, elude rozar siquiera el origen de todo: la raíz social no de la papa sino de la injusticia y la escisión social).

Como comedia varias veces involuntaria, “La teta asustada” es prodigiosa. Que un ginecólogo le diga al tío que recomendará “otro anticonceptivo” a la niña que tiene una papa en la vagina –dando por hecho que el tubérculo cumple esa función- es como para sonreír.

Que una ricachona tenga su palacete junto a un mercado del Perú profundo –realidades encarnizadamente enemigas separadas apenas por una puerta eléctrica-, ¿es una manera de ahorrar platós, agudizar las contradicciones o hacer una caricatura abreviada y en pocos metros cuadrados del Perú?

Que esa misma señora le diga a la protagonista que tome asiento cuando ésta ya está sentada, no es una distracción de vieja pituca: es la enésima tontería de un dialoguista empeñado en construir personajes oligofrénicos.

La señorita Llosa es una militante del realismo mágico, pero tiene un problema: no es García Márquez; es, más bien, la secretaria visual de Isabel Allende.

De allí, de ese almacén ingenuo de realismo mágico en versión “Coquito” salen, en desfile continuo, el barco que va a cruzar un túnel más estrecho que su diámetro y su altura, la poda con tijerita de uñas de la papa intravaginal, la venta de ataúdes con escudos futbolísticos para hinchas del más allá, el hecho de que la señorita Solier se desmaye y sea intervenida en un quirófano mientras mantiene en una mano crispada un puñado de perlas, los matrimonios masivos sin alcalde, la santa conservación inodora de un cadáver de varios días, el rostro aceradamente inmóvil y casi enyesado de la señorita Solier en su papel de víctima de la teta, la transformación repentina e inconvincente de la señora pianista luego de su concierto.

Todo folclórico y apretado, todo hecho para arrancar exclamaciones de risas, horror y condescendencia entre europeos culposos, oenegistas con mucho millaje y amantes del exotismo.

Y casi todos los personajes de la película exhiben una estupidez cacasena -¿de origen viral, hereditario, antropológico?-, como aquella novia que, teniendo un vestido con una cola de varios metros, está descontenta porque quiere más tela para más cola y que termina, como idiota mayúscula, subiendo al podio inverosímil que Claudia Llosa le ha puesto, no por los peldaños “majestuosos” de aquel armatoste de cartón sino por una escalera de albañil desde la que está a punto de caer.

“La teta asustada” no es una mala película porque retrate con saña de turista pronazi las miserias y pellejerías de la pobreza urbana de Lima ni aluda, con enorme timidez, a las fechorías que sufrieron nuestros campesinos de manos de terroristas y militares. Es mala porque cinematográficamente es un desastre.

La historia no te la crees –no porque sea irreal sino porque está mal contada-, los actores recitan muchas veces frases sin sentido, la señorita Solier canta cuando no debe –es decir, admitámoslo: casi siempre- y hay empalmes que no se explican, lentitudes que nada aportan, destellos visuales –la señorita Solier con una flor en la boca, el despegue de un artilugio impulsado por helio- que terminan por desbaratar la poca lógica interna que le quedaba a la ficción.

El Perú cambió el mundo con el aporte de la papa ancestral. Esta papa intravaginal y casi hidropónica, física y simbólicamente inmunda, no cambiará la historia del cine.

Sé a lo que me expongo con estas líneas. La verdad es que importa un ardite. Peor hubiese sido sumarme al coro extasiado y patriótico de los que creen que el honor nacional está en juego en la ceremonia del Oscar.

Ni conozco ni envidio ni siento nada por la señorita Llosa. Es más, espero que gane el Oscar y que lo disfrute. Pero eso no me impide decir lo que pienso. Tampoco le temo a sus primos fulminantes ni a sus tíos mitológicos ni a sus vínculos especiales con el agitprop ibérico.

Me alegra que haya tenido la suerte de contar con tantas anuencias internacionales y con tantos píos silencios domésticos. Pero de allí a decir que “La teta asustada” es una “gran película”, como la tetudez colectiva ha impuesto aquí y con letras de neón, hay tanta distancia como la que va de la alfombra roja del teatro Kodak a la posteridad de veras bien ganada.

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