jueves, octubre 08, 2009

César Hildebrandt: 8 de Octubre


Cuando el monitor Huáscar llegó al Perú ya era un barco anticuado.

En 1869, en los astilleros de Birkenhead, el creador de los monitores, el inglés Cowper Coles, había lanzado a la mar el “Captain”, cuatro veces más grande que el Huáscar, con dos hélices y un nuevo blindaje.

Sin embargo, ese portento se hundiría poco después entre el oleaje insano de una noche borrascosa en las aguas de Finisterre.

El “Captain” se volcó ahogando a sus 200 tripulantes y de esa estirpe de naves discutibles, a las que el centro de gravedad parecía fallarles, vino el Huáscar a nuestra flota.

Los monitores como el Huáscar habían surgido, como diseño, en la fase naval de la guerra de secesión de los Estados Unidos y se dice que Lincoln encargó el primero de ellos para contrarrestar, con su espolón, el blindaje de pino y hierro del buque sureño “Merrimac”. Casi lo logra pero terminó naufragando calamitosamente durante una tormenta.

Sin embargo, aquel modesto Huáscar era lo mejor que teníamos cuando Chile empezó la guerra de rapiña en la que tanto le ayudaron franceses y británicos.

Y aunque estaba armado de dos cañones de 300 y navegaba a once nudos calentando al máximo las calderas, su blindaje era de sólo cuatro pulgadas en los flancos y de dos en popa y proa: muy poca cosa en comparación con el de los blindados chilenos y frente a la calidad y potencia de la artillería enemiga.

¿Qué teníamos, además del Huáscar?

Teníamos a la “Independencia”, que portaba doce cañones chirriantes de apenas 70. ¿Y qué más? Ah, sí: teníamos al “Atahualpa” y al “Unión”, dos monitores que habían combatido en la guerra civil estadounidense, que eran fluviales y que alcanzaban las tres millas por hora.

Los cañones del Huáscar no podrían perforar, de ninguna manera, el blindaje de acero de siete pulgadas del “Blanco Encalada” y el “Cochrane”. Tienen estas naves, además, doble hélice y sus máquinas son por lo menos tres veces más potentes. Sus cañones disparan balas de acero endurecido, que atravesarán al Huáscar donde lo toquen (como así fue: el cuerpo de Grau fue pulverizado en la torre de mando).

La historia lo dice –y Guillermo Thorndike lo apunta en su memorable “1879”-: pudimos comprar en 1870 un acorazado que el gobierno turco encargó a los astilleros ingleses y que no pudo pagar.

Podía cargar seis mil toneladas (el Huáscar apenas una y media), tenía dos motores Maudslay con doble hélice, un blindaje de acero de siete pulgadas y podía desarrollar catorce nudos/hora, además de contar con cuatro cañones de 400 y 23 cañones ligeros de tiro rápido distribuidos en dos cubiertas.

Con esa nave Chile no nos habría declarado la guerra ni habría codiciado hasta la sangre nuestro salitre y nuestro guano (y nuestra biblioteca y nuestras mujeres y nuestro pasado de centro virreinal).

Fue el presidente Balta quien decidió no comprar ese buque, cosa que sí hizo, poco después, la armada prusiana. Balta prefirió comprar los inútiles “Manco Cápac” y “Atahualpa”.

Después vendría Pardo, que se negó a renovar a la marina diciendo que Argentina nos ayudaría en cualquier apuro.

No sólo era que el Huáscar estaba condenado a ser abatido ni que Grau, su comandante, sabía que tendría que morir. Era que al Huáscar ni siquiera le habían comprado los nuevos proyectiles Palliser solicitados ni el sistema de torpedos Whitehead. Algunos de sus artilleros –hay que decirlo- tampoco estaban a la altura de las circunstancias.

No es que Grau fue un héroe por las circunstancias. Fue el mártir voluntario y hazañoso de un país que, como ahora, había decidido suicidarse. Eso agranda aún más su figura. Por Grau es que el gentilicio peruano recobró honores y dignidades. Por Grau es que podemos mirar atrás sin avergonzarnos del todo.

Y el legado de Grau no es un botín naval anclado en Talcahuano. Su herencia tiene el clamor de una advertencia que los pobres de espíritu de toda la vida se niegan a oír.

Grau no querría una guerra. Lo que Grau sí querría es que el Perú estuviese preparado para evitarla.

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