domingo, octubre 11, 2009

César Hildebrandt: Zambo Cavero


No tengo duda de que el Zambo Cavero era un ídolo popular.

La pregunta que tengo que hacer, desde el más modesto de los estupores, es si somos justos en este asunto de los funerales y los repartos póstumos.

Por ejemplo, un día, hace muchos años, se nos murió Juan Gonzalo Rose y, claro, la noticia salió en páginas interiores (y la TV ni siquiera la dio). Y como los apristas lo habían despedido del Instituto Nacional de Cultura, ningún discípulo de Haya se presentó al velorio.

Y esto que Juan Gonzalo fue uno de los grandes de la poesía. Grande de verdad.

Otro día, muchos años después, se murió, con los pulmones hechos puré, Félix Álvarez y la noticia ni siquiera salió en los periódicos. Álvarez era un escritor sólido, un erudito oceánico y una de las mentes más agudas del Perú (porque, aunque nació en España, adoptó nuestro país como el suyo).

Alejandro Romualdo –otro poeta mayor y tempestuoso- se convirtió en una breve noticia policial cuando se murió a solas, como había querido, en su casita de San Isidro el año 2008.

Y no me acuerdo de que le hayan dado tantos júbilos de velatorio a José Adolph, el prolífico escritor de ciencia ficción, ni a Gustavo Pons Muzzo, maestro con mayúsculas, ni a Javier Mariátegui Chiappe, hijo del amauta José Carlos y desaparecido en el mismo año 2008.

¿Y cuántas transmisiones en vivo y de cuerpo presente hubo por la muerte de Constantino Carvallo, el gran educador? ¿Y por la de Pedro Planas, muerte precoz y más injusta que ninguna otra? ¿Y por la de Hugo Garavito? ¿Y por la de Sofocleto?

Paco Bendezú, poeta que tenía la gracia de la inocencia perdularia, murió de un cáncer desatendido en Neoplásicas, en la miseria y socorrido apenas por unos pocos amigos fieles. ¿Cuántos centímetros cuadrados le dedicó la prensa escrita peruana? ¿Y cuántos minutos la televisión embrutecida que pretende encuadernarnos?

¿Cuántas lágrimas se derramaron por Washington Delgado, poeta excepcional y empobrecido profesor de San Marcos?

Ninguna. Quizá porque no cantaba “Contigo Perú” sino que anunciaba: “Yo construyo mi país con palabras”. O porque no era amigo de Alan García. O porque vivió y murió en un país que cada vez más se parece a Fahrenheit 451, la ficción de Bradbury en la que los libros se persiguen y se queman.

Ayer, en pleno aquelarre funeral, escuché a Raúl Vargas –esa decepción generalizada, ese gourmet de sí mismo -alabar el seco de gato que Zambo Cavero comía y alentaba como potaje nacional y contribución a las misturas de Gastón.

Apagué la radio. Se puede ser un poco tonto (todos lo somos), pero hay un límite.

Hasta para las lágrimas teatrales hay un límite.

Adiós Zambo Cavero. Como que no te merecías las lloronas de encargo que se morían por salir en la tele y en la radio.

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